viernes, 26 de mayo de 2017

A nadie le importa no entender porque suena bonito.

Olor a césped recién cortado. Évoco de la infancia. Postillas en las rodillas. Pestañas empapadas. Zapatos de belcro. El tul de un vestido azul turquesa. El humo de un café recién hecho. 
El tiempo pasa y toda la nostalgia se aferra a mis pupilas para contarme que esas imágenes son solo el pasado y que mi presente también lo será. Que ya lo es. Lo somos. Un jodido recuerdo.
Jaguar y gato.
Como en todos los inicios: de Orígenes. De ojos que ya formaron parte de algo porque todo ha formado ya siempre parte de alguien. De átomos y del big bang. Y de raíces. Quizá también de sabor.
Pies de arena. Amores de sal. Veranos de vino. Canciones de verbena. Bailes de alcohol. Una estación de tren que huele a despedida. Y también a siempre.
Y después la plaza de una ciudad alegre. Una foto borrosa. Cerveza en el vaso y risa. Rosas en las terrazas. Tropiezos una y otra vez con la misma jodida piedra. Humo verde. Caramelos de colores. Sabor a sangre en la boca. Un adiós en las yemas de los dedos. La misma plaza se vuelve sinónimo de tristeza. No querer olvidar. Tener mala memoria y acordarse de todo. Imposibilidad de selección pero elección constante. No elegir: preferir.
Días de tinta, de barro. Que se borran, se deshacen. De no sentir nada porque sientes demasiado. De ausencias y faltas que ya qué más nos dan.
De mentirnos en la puta cara: "todo bien". Y de hacer como que me lo creo.
De kilómetros que salvan en lugar de salvar los kilómetros.
Y otra vez de mala memoria. Y mucha tinta que se esfuma y muchos días de barro que se me deshacen en las manos.
De olas que jamás llegaron a puerto. Que no desembocaron en ninguna orilla. Que jamás sintieron las pisadas porque alguien prefirió mantenerse al margen. Alejarse. Huir.
Y yo volví a confundir mi camino con su huida. Y sin embargo...

jueves, 26 de enero de 2017

22 Enero. Los ojos no son el espejo de nada.

Hoy me han venido a la cabeza todas las razones que me faltan y toda la pena que me sobra.
Creedme: soy un vacío monumental.
No dejo de analizarme. De buscarme las raíces. De buscarme en el barro. Tengo anclada a las orejas la canción más triste que he escuchado últimamente y me siguen faltando razones por las que llorar. Pero lloro.
A ríos.
A mares.
Y no me limpio: me convierto en desagüe, en marea, en arrecife. Y la soledad me arrastra de los pelos hasta una orilla que jamás será la mía. A una isla de paz y de calma que me angustia porque yo sólo necesito ruido. Baile. Desastre. Ciclón.

Tengo en las entrañas todas las desgracias que encontré en cada introspección porque cada vez me calan más adentro y no soy capaz de resurgir de mis cenizas.

Supongo que no estoy tan mal después de todo. Que sólo es una racha; un conflicto interno que por definición es irrelevante; ¿qué más da la guerra si se lleva dentro? ¿a quién le importan tus pedazos si te ven entera? Por eso os digo que no: los ojos no son espejo de nada. Como mucho la mirada. Y casi nadie sabe mirar...