sábado, 5 de julio de 2014

A ver si aprendo de una vez que los cristales no solamente se empañan por el frío...

Una vez conocí un gato pardo que saltaba por las cornisas, se colgaba de mis cortinas y me arañaba el corazón. Entraba por mi ventana maullando que me quería y que había dejado sus libros para leerme a mí. Yo le preguntaba si podía leerme entre líneas y él me contestaba que sólo si había llovido y la atmósfera estaba limpia. Jamás lo entendí bien pero era el típico acompañante que echas de menos los ratos que te deja y te toca leer sola. Supongo que me gustaba que me clavase las uñas porque cuando se iba podía acariciar la cicatriz a medio curar y sufrir un poquito. Así encontraba paz e inspiración y podía escribirle. Decirle que sus libros jamás le entenderían como yo y que mi ventana iba a romperse en cualquier momento. Hacerle saber que si llamaba a la puerta le abriría y que jamás le dejaría irse. Decirle que no sabía cómo ni por qué pero las heridas que me hacía sólo se curaban con sus lametazos. Decirle, también, que mi suerte había desaparecido y que necesitaba que me regalase tréboles de cuatro hojas en lugar de flores. Jamás me había regalado flores pero supongo que pedirle que cambiase mi suerte era la mejor forma de empezar... Quería descubrir canciones nuevas y que no se lamentase tanto, decirle que tenía algo muy bonito entre los dientes, que me sonriera y que me hiciera cosquillas con sus bigotes. Quizá fuera pedirle demasiado. Quizá un gato no fuera tan complicado como yo y saliera corriendo. Así que decidí tragarme mis maullidos malheridos y esperar que él tomase la iniciativa,entrase por mi puerta y se acurrucase junto a mí tras un par de ronroneos tristes. A la mañana siguiente me leería un par de versos y mis costillas volverían a cerrarse con dos corazones dentro; el mío, y el suyo, minino.