martes, 1 de mayo de 2018

Onírico

El suelo está lleno de cristales. Camino arrastrando mis pies descalzos tratando de evitar cortarme. No sé qué ha pasado. Tiendo la mano hacia él. Me mira, con ojos tristes. Me llega olor a vainilla, a perfumes conocidos que me trasladan a ciudades lejanas repletas de recuerdos, de terrazas, de bares, de flores. Y re-siento todo como tantas otras veces.
Tiendo mi mano todo lo que puedo, y sé que mis ojos ruegan más que mi propio cuerpo. Él me mira como si una fuerza superior le estuviese amarrando a la nada donde se encuentra. Y yo grito, me retuerzo, salto sobre los cristales y me veo reflejada en el espejo roto del techo.

Y cuando vuelvo a mirar, me da la espalda. Dice que no me puede ver así.  Y yo me quedo quieta. Ni siquiera pestañeo. Mis ojos ruegan aunque no me mire.
Se aleja. Todo lo que puede. Pero parece que algo le amarrase también a mí. Se da la vuelta, me mira. Dice que no se puede ir.

Le digo que ya lo sé. Que yo tampoco.