No sé en qué idioma escribir que las palabras también pueden doler si nacen en una boca envenenada.
No sé con qué palabras definir ese veneno que se forma en las tripas y a veces, poquito a poco, va exterminando mariposas...
No sé por qué las mariposas decidieron dejar de ser gusanos; no sé qué cruel destino o dios atormentado quiso cruzar en sus caminos aquel par de ojos brillantes que, incluso a lo lejos, sabían decir más que las bocas envenenadas de tantos otros, pero un día una mano ajena se tendió por mi garganta y al llegar al estómago hizo claudicar a cada mariposa de colores que crecía en su interior. Y yo, expectante, vi cómo salían una detrás de otra por la misma boca que por momentos se me llenaba de veneno.
Desde entonces las mariposas no han vuelto a ser las mismas, y hoy, que ya no habitan estas tripas ni tampoco buscan hogar, las he visto desde mi ventana revoloteando la única flor marchita de esta primavera. Sus alas han teñido los pétalos de púrpura y me han invitado volando en morse a salir a respirar.
Y yo me he quedado quieta. Yo, que de niña tenía terror a las arañas, ahora solo quiero que las mariposas me dejen tranquila.
Porque esa boca envenenada todavía no ha dejado de clavarme los colmillos.
Y a mí nadie me asegura que esas crueles mariposas no recuerden el camino de vuelta...
Porque esa boca envenenada todavía no ha dejado de clavarme los colmillos.
Y a mí nadie me asegura que esas crueles mariposas no recuerden el camino de vuelta...